domingo, 12 de abril de 2009

Crónica de un dúo anunciado


Era nuestra primera vez. Luego de tanto ensayar (en realidad: mentirnos a nosotras mismas pretendiendo que ensayábamos) había llegado el día de nuestro debut como dúo musical: una actuación de 30 minutos o poco más en una reunión de fin de año entre los socios de un club muy “chic” de la ciudad, ubicado en un edificio de la Ciudad Vieja. Por supuesto que era una actuación honoraria… no podíamos pedir más siendo que no teníamos ninguna experiencia como dúo; de cualquier manera íbamos ilusionadas esperando recibir una gratificante cena como pago, y un buen vino a la altura de la cena.
Ese día se me había presentado entreverado, pero mi cabeza estaba clara: había conseguido resolver muy bien el examen de armonía que tenía esa mañana, en el cual había tenido que hacer más cuentas y escribir más números que en cualquier ordinario escrito de matemática en mi vida. En ese aspecto nos asemejábamos con la otra integrante del dúo, que dos días antes había conseguido salvar el último examen de matemática del liceo, para tranquilidad suya y mía (omití aclarar que la realización de esta actuación estaba supeditada al resultado de su examen: en caso de perderlo, su violín, por resolución de su madre, iba a terminar roto en el contenedor de la puerta de su casa con arco incluído, y nuestro dúo iba a verse disuelto sin siquiera haber debutado).
Habiendo llegado a mi casa al mediodía comencé a recibir los mensajes de mi compañera preguntándome por mi paradero. Ya entonces se encontraba en estado de shock (para ella era la primera vez que iba a tocar el violín en público). Un poco más tarde de lo que habíamos acordado (una o una hora y media después) abrí la puerta de mi casa para salir, recibiendo en mi cara el soporífero calor reinante en el exterior. Estando ya instalada en el taxi, con el teclado en la valija y el amplificador a mi lado (el cual exhibía un elegante pegotín con la inscripción “me cago en la cumbia”) recibí una nueva llamada de la susodicha violinista, increpándome por mi tardanza. La tranquilicé informándole que ya iba rumbo a su casa. Al llegar encontré a la muy hipócrita todavía sin vestir, con el pelo mojado, el violín sucio y fuera de su estuche, y las partituras desparramadas por el piso de su cuarto. En un día normal le habría dado a conocer como siempre mi opinión acerca de su desorden y los gérmenes en su cuarto, pero ese día no lo hice porque comprendía sus nervios… y debo admitir que a esa altura yo también los compartía… un poquito… De todas maneras ambas habíamos comenzado a sentir la adrenalina que se produce cada vez que estamos a punto de hacer algo que, sabemos, va a ser terrible.
Al llegar al club me sorprendí: el lujo a mi alrededor era mucho mayor a lo que me esperaba. Apenas entramos (por una puerta que daba a la plaza, por la cual seguramente había pasado mil veces antes pero que nunca había visto) nos atendieron muy amablemente, estando todos los empleados al tanto de nuestra llegada, no así de nuestros instrumentos (¿qué traíamos dentro de los estuches? ¿una guitarra chiquita? ¿un piano de verdad? ¿un muerto?). Intentamos ensayar un poco en la sala donde estaba destinado que tocaríamos pero luego de un rato decidimos terminar con el ensayo ya que de continuarlo mi amiga habría colapsado de un ataque nervioso al ser cada vez más evidente que las notas que tocaba se iban alejando progresivamente de su afinación original. A mí me ponía nerviosa también un mozo que pasaba insistentemente por delante nuestro y nos sonreía como quien sonríe a alguien que le inspira lástima. Fue ahí que decidimos que lo más productivo iba a ser alejarnos por un rato de ese lugar y llenar nuestros estómagos con algo de comida.
Afuera ya estaba atardeciendo y el clima estaba ideal. Mientras comíamos aceleradamente (ya que otra vez se nos había hecho tarde) discutimos, más o menos en buenos términos, acerca de a quiénes invitaríamos a nuestra segunda actuación que tendría lugar, milagrosamente, esa misma noche. El hecho milagroso en realidad no era que la otra actuación fuera el mismo día, sino que realmente existiera otra actuación, a lo que luego se le sumaría otro milagro: que luego de la primera experiencia siguiéramos insistiendo en la idea de realizar la segunda actuación. Al término de dicha discusión, y fundamentalmente a instancias mías, acordamos que no invitaríamos a ninguno de nuestros amigos que tuviera un mínimo de conocimiento o gusto musical.
Cuando volvimos al club notamos que los invitados a la reunión ya estaban llegando, y que la mayoría de ellos superaban la esperanza de vida de nuestro país así como también el promedio de cirugías plásticas per cápita. Nos apoderamos del baño y comenzamos a peinarnos y maquillarnos para mejorar nuestra imagen (si es que eso se puede considerar posible), pensando que de esta manera conseguiríamos distraer la atención de nuestros espectadores durante, al menos, la primera parte del espectáculo. Luego me arrepentiría enormemente de esta idea: tuve que vigilar constantemente mi escote mientras tocaba ya que las miradas que recibía de algunos caballeros presentes me hacían sospechar que mis atributos mamíferos se habían rebelado y puesto en exposición fuera de mi ropa, sospecha que afortunadamente nunca resultó cierta. Creo que esta también fue la razón por la cual el momento que transcurrió luego de que fuéramos presentadas (presentación que, se suponía, no iba a existir), en el que cruzamos todo el salón hasta llegar al lugar donde habíamos dejado nuestros instrumentos, resultó eterno.
Al fin estábamos instaladas en nuestros lugares e íbamos a comenzar nuestra primera actuación. Los asistentes, perfumados y enjoyados barrocamente, estaban expectantes. Miré a mi amiga y sorprendentemente su cara no era de terror sino de seguridad. De todas maneras esa seguridad se esfumó rápidamente al comenzar el primer tema de nuestro repertorio. Este era “Hey Jude” de los Beatles. Tal como habíamos acordado toqué el “do” con el que comenzaba el tema para que mi compañera lo afinara, así como luego toqué otras notas para disimular esta aberración (aproximadamente unas ocho o diez notas más hasta que ella me miró con cara de “¡basta!”). Igualmente el primer sonido que salió de su violín no se correspondía con ninguna de ellas, ni con ninguno que yo hubiera escuchado antes.
Ese fue tan solo el primero de los contratiempos que tuvimos. Ella había empezado a tocar tan bajito que yo apenas la oía. Empecé a decirle entre dientes “¡más fuerte!” pero no estaba segura de que me escuchara: su mirada estaba clavada en la hoja que tenía delante en el atril, y daba la impresión de que era la primera vez que veía esos extraños símbolos que ahí habían y decían llamarse “notas”. Cuando me quedaba alguna mano libre trataba de manotear el amplificador y bajar el volumen de mi teclado, pero el resultado siempre era peor: cuando no se me movía el atril y se me caía la partitura, bajaba tanto el volumen que ni yo me escuchaba, permitiendo a su vez que se escucharan con más nitidez los sonidos que ella sacaba desesperadamente de su violín.
Cuando terminamos el primer tema juntas (ignoro cómo ya que en determinado momento me di cuenta de que yo estaba tocando una parte que se encontraba a varios compases de distancia de la que estaba tocando ella) sonreímos y recibimos numerosos aplausos. Ahí nos miramos pensando que lo peor ya debía haber pasado.
Por supuesto que estábamos equivocadas. En los temas que se sucedieron conseguimos milagrosamente potenciar aún más todos los problemas que habíamos tenido en el primero (la distancia de algunos compases de desfasaje en “Hey Jude” la ampliamos a varias páginas en “Fly me to the moon”). De cualquier manera siempre recibíamos numerosos aplausos y felicitaciones, confirmando mi sospecha de que nuestros ocasionales espectadores cumplían con la condición de poseer escasos conocimientos musicales, o más exactamente: nulos. También ayudaba el promedio de edad de la sala (que seguramente se correspondía con una capacidad auditiva disminuída), y la cantidad de litros de whisky que corrían entre los invitados (que se correspondían con unos aplausos cada vez más enfervorecidos).
Creo que fue el whisky lo que motivó el momento más bizarro de la noche: encontrábame yo por comenzar el hermoso solo de “Alfonsina y el mar” cuando siento que alguien se sienta a mi lado. En principio no me inquietó demasiado, así que decidí continuar tocando sin mirar a mi costado. Luego la situación se tornó insostenible cuando esa persona comenzó a hablarme, alabándome por mi manera de tocar (ahora que lo pienso evidentemente fue el whisky lo que motivó esta escena). Los nervios hicieron que el hermoso solo se convirtiera en un montón de notas sin ninguna relación tonal que se sucedían cada vez más rápidamente. Terminé a los manotones con el teclado, y di por finalizada mi parte en un acorde que me sonó muy extraño, pero eso, luego de lo anterior, ya no tenía ninguna importancia. En ese momento miré a mi amiga suplicándole que empezara a tocar. Sin embargo ella demoró en entrar porque tenía el violín apoyado en la falda y no estaba preparada: había estado muy entretenida admirando el color rojo que había tomado mi cara en el transcurso de mi solo.
Fue así que llegamos al final de nuestro repertorio. A pesar de todos los contratiempos creo que tuvimos algunos buenos momentos durante el espectáculo (ahora no me acuerdo de ninguno, pero estoy segura de que los hubo…). Habíamos reservado nuestros dos mejores temas como bis: eran dos tangos, “La última curda” y “Volver”, que la violinista (también cantante) iba a interpretar, y yo iba a acompañar. Como era previsible, dado el nivel de alcohol en la sangre de nuestros oyentes, estos tangos fueron un éxito. Mi amiga recibió numerosas felicitaciones por su voz, lo cual hizo que los insultos que les profiriera más tarde, cuando ya estábamos las dos solas, fueran más numerosos aún que las felicitaciones, ya que consideraba que de esta manera habían querido desalentarla subliminalmente en su carrera violinística.
Cuando ya me estaba parando detrás del teclado, dando por finalizada mi intervención en la reunión, entré en pánico al notar que los asistentes que habían consumido más whisky se habían envalentonado y vociferaban nombres de tangos y zarzuelas (la mayoría desconocidos para mí) que querían cantar, pretendiendo que yo los acompañara. Sabiendo que eso era imposible dada mi capacidad musical me acerqué a mi amiga y le rogué que anunciara que nos teníamos que ir rápidamente porque teníamos otra importante actuación por delante, lo cual a esta altura yo ya ni sabía si era cierto o no. Recibidas las manifestaciones de congoja de todos por nuestra pronta partida nos dispusimos a guardar nuestros instrumentos y dirigirnos a la puerta que conducía al hall de entrada. Ya en el hall nos olvidamos de nuestro apuro cuando uno de los mozos nos ofreció una cena en el balcón de otro salón del club, el cual tenía una preciosa vista a la plaza. Cuando salimos al balcón notamos que el día ya se había convertido en una noche de verano hermosa. Nos sentamos tranquilamente y el mozo comenzó a traernos distintos platos. Tal como era previsible la comida era tan elegante que no pude distinguir ninguna de ellas (podía estar comiendo crepes con carne de conejo, caballo o cocodrilo; era lo mismo para mí).
Ahí estuvimos como una hora o una hora y media, hasta que nos dimos cuenta de que no podíamos dilatar más nuestra ida al boliche en donde teníamos la segunda sesión anti-musical de la noche. En el taxi nos fuimos tranquilizando pensando que como era miércoles seguramente habría poca gente, pero al llegar vimos nuevamente rotas nuestras esperanzas cuando advertimos que había tanta gente en el boliche que habían puesto un montón de mesas afuera que ocupaban gran parte de la vereda. Cuando terminamos de bajar los instrumentos del taxi la gente nos empezó a mirar. A esa altura lo único que quería hacer yo era cavar un pozo en la vereda para enterrarme, pero mis probabilidades de conseguirlo eran casi nulas. Afortunadamente mi compañera encontró a un par de amigas que habían ido a vernos, así que nos sentamos con ellas. Con la excusa de que estábamos cansadas por la anterior actuación conseguimos que nos dejaran descansar un rato ahí sentadas, tomando algo. Nuestra verdadera intención era hacer tiempo para que se hiciera tarde y la gente comenzara a irse.
Luego de bajar algunas jarras de vino entre las dos para superar el momento, nuestro deseo se hizo realidad: cuando advertimos que sólo quedaban aproximadamente 20 personas presentes en el lugar (contándonos a nosotras, las amigas que habían ido a vernos, las mozas y el dueño) decidimos que ya era momento de actuar. Nos ubicamos dentro del boliche, y al prender el teclado noté los estragos que el vino había provocado en mi vista y, fundamentalmente, en mi cabeza. Creo que era por esto que todo me resultaba tan divertido y entusiasmante en ese momento, al punto de decidir tocar algunos temas de memoria para incrementar la sensación de adrenalina (memoria que en ese momento no se encontraba disponible). Creyéndome, entre todos mis delirios, un as de la improvisación, comencé a tocar lo que para mí eran los acordes de “Imagine” (que por supuesto no lo eran), logrando que ahora fuera mi amiga la que me mirara a mí con cara de consternación y pánico. De cualquier manera esta fue para mí una actuación mucho más feliz que la anterior ya que mi estado etílico hizo que mi percepción relativizara los grandes contratiempos que tuvimos, convirtiéndolos en simples percances sin importancia.
Nuestro pago aquí consistió en una nueva jarra de vino (por si las anteriores no hubieran sido suficientes). El dueño del boliche, que se sentó con nosotras porque ya no tenía ninguna mesa que servir (nuestra actuación se había encargado de que el local se vaciara), amablemente nos invitó a no ir nunca más a tocar allí, diciéndonos que lo que hacíamos era música “más acorde a otro tipo de lugares, como restaurantes de hoteles, para que la gente se regocije escuchándola mientras come”….
A pesar de este eufemismo, esa noche ambas nos acostamos tranquilas y contentas. Sabíamos que no habíamos hecho ningún aporte valioso a la escena musical montevideana (más bien todo lo contrario), pero nos habíamos sacado el gusto de hacer juntas lo que queríamos, lo cual nos iba a ligar para siempre en nuestro recuerdo.

EPÍLOGO

Este dúo, sin el menor sentido de compasión por la salud psico-emocional de sus allegados y demás infelices, continúa persistiendo en su intento de hacer música, y actualmente se encuentra ensayando un nuevo repertorio para atormentar ocasionales futuros espectadores.
Los esperamos en nuestra próxima actuación.

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